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miércoles, 2 de marzo de 2011

Poliladron

La ilusión del paseo me duró poco. Para aquella entonces yo vivía en Playas del Coco y estaba de regreso de un breve viaje a San José.
Un policía con acento extranjero nos detuvo en el camino para pedir nuestras identificaciones. Eran muchos los oficiales que estaban ese día haciendo un operativo para atrapar a aquellos que permanecen ilegales en el país.
De cierta forma apoyaba su labor... “Las leyes son leyes y hay que respetarla”, me dijo en una ocasión una funcionaria del aeropuerto mientras sellaba mi pasaporte. También fue ella quien me indicó salir del país cada tres meses para renovar mi visa, instrucciones que seguí al pie de la letra hasta que obtuve mi actual permiso de estudiante.
Aunque mi parecer cambio más tarde.
Estaba sentada en medio del bus, el oficial subió y comenzó a pedir las cédulas hasta que finalmente se paro frente a mí y extendió su mano. Tomé mi bolso y comencé a hurgar entre los innumerables objetos que acostumbro a poner inconscientemente allí. De a poco mi cara se transformó. No lo traía conmigo.
Me mantuve tranquila porque confiaba que habría una solución, un diálogo… pero me equivoqué.
Me llamó “rusita”, término que interpreté como una referencia a mi nacionalidad aunque soy de Argentina, pero esa denominación resultó ser el equivalente a “hacerme la tonta”.
Luego, me hizo subir a una camioneta junto a otras dos personas ilegales como yo y cinco oficiales más.
Ante la impotencia pregunté con ira por qué me llevaban, si no estaba haciendo nada malo, pues mientras ellos gastaban tiempo en mí había gente que estaba robando y matando. Pero lo único que conseguía era empeorar las cosas, así que me callé y procedí a obedecer las órdenes de los oficiales.
Me sentía como una peligrosa fugitiva dentro que aquel automóvil.
Mientras tanto, mi compañero de viaje comenzó a movilizarse para traer mi identificación desde la playa.
Conmigo iba una mujer salvadoreña. Hacía diez años que estaba casada con un costarricense, con quien tenía cuatro hijos, pero nunca fue a poner en orden sus papeles. También había un francés, de esos que recorren el territorio a pie con una enorme mochila y un mapa. Se le había vencido dos días atrás el plazo para dejar el país y casualmente en eso andaba, pues se dirigía a Nicaragua.
Llegamos a la comisaría de Liberia, allí nos bajaron. Un joven oficial nos esperaba en la puerta de ese recinto.
Yo estaba última en la fila. El primero fue el francés, tomaron sus datos y lo metieron en un calabozo, de esos como se ven en las películas: chiquitos, oscuros y con rastros de humedad. Pero la presión se me bajó al percibir que allí dentro, en esa diminuta habitación con rejas, había otras personas. Quién sabe por qué estaban encerrados, pero definitivamente no venían con nosotros en el bus…
Le toco el turno a la mujer de El Salvador, dio sus datos y le señalaron una silla contigua al celda y comencé a tranquilizarme. A su lado había otro asiento reservado para mí.
Las seis horas que pasé allí adentro, además de transformarse en las más largas de mi vida, fueron suficiente como entablar un acercamiento con la mujer.
Llamaba a cada rato a su marido, quien tuvo que retirarse del trabajo para sacar a su esposa del lugar. En ese momento agradecí por tener a alguien que también estaba haciendo lo mismo por mí. ¿Pero el muchacho francés? ¿Qué iba a ser de su suerte?... No me quedé para averiguarlo.
A los meses me mudé a San José. Renté un apartamento en un lugar rodeado de guardas de seguridad, aunque no temía que me pasara algo porque tras la experiencia en Liberia observé que la Fuerza Pública disponía de muchos oficiales.
Pero otra vez me equivoqué.
Fue un sábado a las ocho de la mañana. Estaba a trescientos metros de mi casa esperando el bus. A mi lado otra mujer hacia lo mismo, mientras que un muchacho se acercó y se apoyó en una barra metálica.
El bus que circula cerca de mi casa se caracteriza por ser lento, pasa cada 20 minutos con suerte, sino es que lo hace en cuarenta. Y allí estábamos los tres, esperándolo.
Ya había transcurrido diez minutos cuando una débil llovizna comenzaba a caer e intenté moverme para buscar un lugar mejor, pero cuando levanté la mirada un revolver estaba en mi frente. El muchacho junto a mí había decidido que ese era el momento.
No hablaba, solo hacía señas con su mano para que le entregara el bolso, pero yo no podía ver nada más que el metal del arma entre mis ojos. “¿Así es un revolver de verdad?”, pensaba... “Esto no puede estar pasándome, esto solo sucede en las películas…” me repetía incesantemente sin reaccionar.
Finalmente entregué mi bolso y el muchacho se fue corriendo. Se perdió con gran rapidez y mi teoría de la abundancia de oficiales cayó inmediatamente.
Allí no había nadie, nadie nos vio. Al fin y al cabo tenía razón al quejarme del por qué me llevaban a mí y no a quienes roban y matan…
Pocas horas después de ese trágico acontecimiento recordé cómo me divertía cuando era pequeña jugar al “polidradon”, donde a veces me tocaba el rol de policía y otras era el ladrón. Nos perseguíamos entre todos, sin embargo el objetivo del juego estaba bien claro: el ladrón iba a la cárcel. Y aparentemente ahora, no portar documentos representa una mayor amenaza que asaltar armado a la gente, concluí.
Pero mi teoría cayó aún más.
Meses después de ese suceso, dos muchachos en una motocicleta me sorprendieron caminando por calle. Mientras uno me preguntaba la hora, el otro se paró frente a mí y sostenía un cuchillo en lo alto. No me resistí, pero tampoco dejé de preguntarme qué hacían tantos policías aquella vez que no portaba mi identificación y justo ahora que los necesito no estaban.
El informe del Estado de la Nación señala que la delincuencia se acentuó peligrosamente desde los años 90 y el panorama se agrava con el uso de las drogas y las armas.
Pero a pesar de esta situación, también considera que Costa Rica es el país con el sistema de justicia penal más eficiente y transparente de América Latina, que ante el aumento de la criminalidad duplicó su tasa de personas presas entre 1992 y el 2009… no lo entiendo.
Luego de entregar por segunda vez mi bolso involuntariamente en un período menor a los tres meses, tomé ciertas medidas.
La primera, fue no invertir más grandes sumas de dinero en este tipo de accesorio tan codiciado por nostras, las mujeres.
La segunda, hacer aquello que tanto me llamó la atención la primera vez que visité Costa Rica: convertir mi casa en una celda.

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